sábado, 14 de marzo de 2020

Después

Son amigos, pero de vez en cuando sus lenguas se tocan y la amistad se vuelve un poco más difusa.

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Ella tiene momentos de claridad absoluta, de esos que dan ataques de ansiedad.

“¿Qué sentido tiene construir casas, puentes, ciudades, si a la final todo se va a caer en pedazos?” pregunta, después de otro documental post-apocalíptico.

Él se encoge de hombros y cambia de canal, porque hace tiempo aprendió a no contestar ese tipo de preguntas.

Ella tiene momentos de claridad absoluta, y le jode que él no tenga ni uno.

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Ella hace las compras como quien tiene una pesadilla.  Va sin lista y la lógica del supermercado se le escurre entre los dedos.  La carne aplasta los tomates que botan jugo sobre el rollo de papel higiénico, el champú hace espuma sobre la funda de pan.

La cajera la mira con desdén y en su mente ella salta sobre la banda deslizante de la caja, baila el moonwalk antes de patearle la cara a la cajera.

En su defecto, le pasa los tomates aplastados y confirma que no, no tiene tarjeta de descuento, y sí, por favor, el pago es en efectivo. 

Y piensa inocentemente en como cuando llegue el fin de los tiempos, la cajera será de las primeras en marchar.

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Cuando de hecho llega el final, no es como en los documentales.  No hay un cartel que dice DOS MIL AÑOS DESPUÉS, así, en negritas, letras blancas sobre fondo negro.

Ella puede ver la matanza desde su ventana, el horror de uñas largas que escarban entre los cuerpos.

No le sorprende en lo más mínimo ser inmune.  Ya lo intuía.  Antigua maldición china: ojalá te toque vivir en tiempos interesantes.

Cuando las aguas comienzan a subir, él agarra su auto viejo y la obliga a dejar la casa, dejar a sus muertos enterrados en el patio y a sus desaparecidos deambulando las calles.   
  
Los científicos se equivocaron.  Todo pasa mucho más rápido de lo que pensaban.

Él maneja hacia el interior, alejándose de la costa, que cada vez se les acerca más.

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Los pueblos tienen los mismos nombres que siempre han tenido, pero vistos desde este aquí y ahora, suenan a razas de dinosaurio.  Todo está en peligro de extinción. 

Jujan.  Yaguachi.  Babahoyo.

Palabras que algún arqueólogo verá como símbolos.  Aquí hubo gente.  Y aquí.

Morazpungo, Quinzaloma, Corazón indican los carteles, con flechas y todo.

Desde los laterales de la carretera, aún hay gente que los mira pasar.  Algunos apuntan sus escopetas viejas, de esas que hacen los armeros en Chimbo.  O hacían, que ya es lo mismo.

“Chimbo,” repite en voz alta.

Siente un poco de miedo al pensar que tal vez es la última persona que dirá ese nombre.

Cada vez que ella nombra un pueblo, él se sobresalta.

Se están acostumbrando al silencio.

Nadie les dispara, cosa que la sorprende. 

“Nadie quiere gastar pólvora en gallinazo,” él ofrece.

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Mientras más se alejan de la costa, menos gente aparece en el camino.  Ella se atreve a bajar el vidrio de su ventana un poquito, y ya siente el aire que comienza a refrescar.  Es un viaje que debería tomar un día, pero ya van más de cuatro.  Se desvían a cada rato, toman caminos vecinales, se meten a un par de haciendas vacías a buscar comida. 

Al menos ya pasaron los arrozales.

Ya vio muchos cuerpos desaparecer hacia la maleza.

“Santo Domingo,” dice, con convicción. 

De aquí en adelante, todo es subir montaña.

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En Tandapi encuentran los restos de una melcocha semi-congelada colgando de un clavo en un portal.

Cien años después del apocalipsis, los pueblos serán fantasmas, decía el narrador del documental ese, hace solo unos meses.  Pero era un documental gringo, pensando en tiempos gringos y tierras gringas. 

Aquí la tierra es fértil y siempre ha habido césped creciendo entre el pavimento. Han pasado solo un par de semanas desde que la gente se fue y ya la maleza se toma el pueblo.

Las hormigas hacen fiesta con los restos de melcocha.

Los estómagos gruñen y en las casas solo quedan unos cuantos enlatados.

No lo dice, pero él también extraña los tomates aplastados.

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Ya camino a la sierra, al menos la carretera no apesta.  Los muertos en el frío se descomponen más lento.

Viajan con las ventanas cerradas, para no volver a pasar el susto.

Ella lleva un rasguño nuevo, pero da lo mismo.  Ser inmune es ser inmune.  Hace un mes, después del primero, ya se despidió y esperó a la muerte.  Cuando no le llegó, pensó en invitarla, pero le dio miedo. 

Ahora que hay más gente del otro lado que de este, tal vez no sea tan mala idea.

Él tiene la piel intacta todavía, un brazo más oscuro que el otro.  Ella comienza a odiarlo un poco más.

Ya no se marean en la carretera.

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Hay vacas cruzando por el asfalto sin guía, buscando en sus instintos lo que desaprendieron en las haciendas.

Ella siente una enorme simpatía por las vacas.

A la salida de otro pueblito, pasan al lado de una familia que camina despacio, madre con hijos a cuestas y un padre guiando el camino.  Sobrevivientes, tal vez.  Futuras víctimas, probablemente.  Los niños miran el auto con curiosidad, probablemente el primer auto en movimiento desde que comenzó la locura. 

Más adelante, él detiene el carro cerca de una camioneta abandonada.

Los autos parados siempre tienen algo de gasolina aunque ya parezcan chatarra, y uno de los dos tuvo la buena idea de robar un pedazo de manguera a la salida de Jujan.

Ya no importa cual de los dos.

En este Lada viejo con olor a sudor y gotas de sangre, ya están comenzando a volverse uno.  Si hablasen, podrían completarse las oraciones.

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Ya están casi a la entrada de la capital cuando lo ven.

Un gato, un niño, uno muerto, uno vivo, uno sobreviviente, uno comida.

Realmente da lo mismo cuál es cuál.

Él vomita hacia el despeñadero, agua y bilis.

A ella le sorprende un poco no sentir asco.

Sabe que tal vez nada la vuelva a sorprender.

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En las calles empedradas de la parte más alta de la capital encuentran una pistola cargada.  Está atascada entre adoquín y adoquín.  Ella jala hasta soltarla.

Han subido hasta esta parte de la ciudad con una costumbre más bien turística.

En la plaza de la catedral, los muertos están de rodillas.

El auto sufre cuando arranca, pero sigue andando.

Nunca pensaron poder llegar hasta aquí, y ahora no saben a donde más ir.

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Él tenía parientes en la ciudad, ahora tiene una casa vacía con tazas rotas y algo de comida en un refrigerador que ruge. 

La electricidad milagrosamente funciona aún, pero no durará mucho. 

En esta ciudad andina hace frío, falta el oxígeno y cada respiración quema.

Hay una pregunta que está suspendida en el aire, sobre sus cabezas.  Es la pregunta que luego se posa entre los dos en una cama.  Pero él tarde o temprano se duerme, siempre sin preguntar. 

No importa.  Ella responde igual.

“Todavía no,” susurra.

La pistola cargada brilla en el velador.

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En la mañana cogen el carro y van hacia el río.  Ya la radio no transmite nada más que lluvia y música de los ochentas.  Ella imagina un DJ muerto sobre un teclado, eternamente presionando play.

El silencio es más reconfortante.

Esperan caminantes, hombresmujeresniñossobrevivientes, todos enfilados buscando un mejor lugar.  Esperan ver nómadas, otros, algunos, alguien.  La civilización siempre busca agua, recuerda, de algún libro.

Hay un perro callejero que se tambalea, su estómago lleno.  Lo que más hay es carne de carroña, y el perro ni se inmuta cuando los ve.

“Y si regresamos?” pregunta ella. 

Pero si los documentales estaban de acuerdo en algo, era en lo siguiente: las costas se van primero, y para regresar tendría que aprender a nadar.

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El susto llega una mañana, mientras ella se ducha con el agua helada.  Como siempre, las cosas suceden cuando ya no las espera.

Ella sale envuelta en una toalla y lo encuentra sentado sobre la cama.  Su brazo gotea sangre con demasiada calma.

“Estaba afuera,” dice él.  Las gotas caen en la sobrecama, flores multicolores teñidas de rojo.

No ser inmune es no ser inmune.  Ya siente que le ha cambiado el color de la piel y sabe que hay dos opciones.  Ninguna es particularmente atractiva.

Y ella piensa, no todavía.

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Llevan casi un mes tomando decisiones simples, izquierda o derecha, matar un pollo o abrir una lata oxidada de menestra, dormir o desvelarse vigilando, carretera o camino vecinal.

Ella tiene momentos de claridad absoluta, de esos que le retuercen las entrañas y le dan arcadas.  Le jode que, por primera vez, él también los tenga.

Su olor cambia y su piel se torna ceniza.  Aún la mira con la certeza de que hay algo entre ellos que no se ha dicho, pero que ya ha olvidado y que, de todas formas, no importa.

Esta vez, cuando sus lenguas se tocan, hay un leve sabor metálico y la amistad se vuelve más tangible. 

En la montaña, enmarcada por la ventana, un incendio se propaga de una casa a la siguiente. 

“Ya?” pregunta él.

Ella asiente.  Apunta.

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Ella odiaba las clases de geografía del colegio, y siempre ha tenido una excelente retentiva para las cosas que odia.  Los ríos nacen en las montañas y caen, caen, caen, arrastrados por la gravedad, hasta llegar a la costa.

Un perro la mira atentamente mientras ella entra al río, descalza.  Sus manos empujan el agua helada y la corriente la empuja a ella.  No es una pelea que alguien va a ganar. 

Ella dice “Perro.”   

El perro ladra.

El documental hablaba también sobre los animales domésticos.  Pronto (trescientos años, decía el documental; par de meses, piensa ella) todos se convertirán en animales salvajes.  Entonces le tocará decidir si ser elefante o domadora de elefantes.

Podría escribir, construir, buscar, hacer.  Podría llevar a cuestas todas las vidas que quedaron al borde de la carretera, arrastrar consigo las certezas que tenía, crear de la nada un fragmento de civilización con bordes irregulares y cortopunzantes.

Se zambulle en el agua.

Tal vez hoy aprenda a nadar.

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A veces piensa en él, con la misma convicción con la que recuerda los tostitos y los aires acondicionados.

“Hombre,” dice, en voz alta. 

Cree que alguna vez existió.







Guayaquil 2010

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